jueves, 11 de mayo de 2017

CANTO A LOS ALFOMBRISTAS FALLECIDOS



Fotografía correspondiente a la alfombra de la Casa de “Monteverde”, en la calle Colegio de la Villa de La Orotava, pionera en el arte efímero floral de la Villa. Final de la década de los años cincuenta del siglo XX.

El misterio parece haber cruzado por la latitud de La Orotava desde los tiempos más remotos. El preludio del arte floral orotavense tiene una orquestación con la mitología de la antigua Grecia. Quizá sea el mundo del arte alfombrístico aquel en que se ve con más claridad la necesidad del esfuerzo de todos los villeros, del sacrificio de todos los villeros; quizá sea, en el fondo, el más generoso de todos. Cada día es maravilloso lo que los orotavenses consiguen en el arte, porque todos, absolutamente todos han prolongado lo de antaño. Cada mejora, cada perfección, cada invento supone lo anterior y se apoya en él como cimiento, es decir los artistas de hoy son unos verdaderos herederos de los de ayer. El orgullo de progresar es pura vanidad si no va parejo del orgullo de haber heredado el arte de las alfombras. Así se expresaba un literato universal; “No hay que enorgullecerse de uno mismo, sino de ser hombre y de haber recibido lo que los hombres han hecho”. Es evidente que a los Campos Elíseos envió Júpiter a Menelao con aire siempre puro y refrescado por las brisas llegadas del océano. Para Heródoto La Orotava termina en el Jardín de las Hespérides, porque La Villa de la Orotava se improvisa en un inmenso taller de tapicería, donde con las flores del Valle se hacen pródigos. Las florecidas alfombras cubren las calles como espléndidas alcatifas del más puro estilo. Frente a algunas casas extiéndese tapices de una magnificencia imperial. En La Orotava nadie se cansa en contemplar las combinaciones de los colores, de las sombras, del claroscuro, de los contornos, de la composición y de la perspectiva del cuadro, porque un verdadero cuadro es aquello, donde hay matices y perfumes, donde los pétalos olorosos hábilmente dispuestos imitan el trabajo del pincel.
En la antigua Grecia, los mitos soplan en las velas de las primeras naves que cruzan más allá de las Columnas de Hercúleas. En La Orotava hay tradiciones piadosas del más añejo arraigo, la más recia, delicada y admirable es la Alfombra floral en la Octava del "Corpus Christi". La Orotava es apacible, bella y aristocrática. Es la evocación viviente de nuestro siglo de oro, viñeta imperial en piedra y tono de vida, encuadrada en el marco esmeralda de los jugosos y arrancados platanales. Remanso de quietud bucólica y epicentro a la vez del cinismo norteño, con sus rúas en cuesta, sus jardines en flor que parecen rincones del Jardín de las Hespérides. Con sus viejas mansiones coronadas de heráldico escudos, sus balcones afiligranados colgados sobre los muros nítidos, con sus piedras milenarias doradas por el sol de los siglos y la mole roquera de su Iglesia Matriz de la Concepción. La Orotava es síntesis de lo típicamente insular y monumento. Por las calles pendientes baja fresca y rumorosa el agua. El caserío es blanco como la nieve que tapiza al Teide en los inviernos. La vegetación es ubérrima.
La historia de las alfombras tiene un principio embellecido por el mito y la leyenda. Nace de un modo risueño, pero misterioso, como es todo nacer. Otro misterio es su mismo origen como tales aromas. Se puede decir de ellas que son hijas del amor, de la fraternidad, y de la solidaridad. Sobre los flancos montañosos que encuadran el Valle se ha extendido un toldo de nubes que nos da sombra. Gentil y garbosa, como una sultana de ensueños, endomingada, enfervorizada como una novicia en vísperas de su profesión está esta Villa de recio abolengo que exhibe con orgullosa veneración el sartal de joyas artísticas de sus tapices de flores alfombrado el recorrido que ha de hacer la procesión. Las alfombras villeras son especies de porcelana china, un kiosco de malaquita, un gran manto de tisú o la cola extendida de un vistoso pavo real, que arrancan prosas magnificas de la pluma de Rubén Darío.
Pues un canto a los alfombristas desaparecidos no arrancarían de su pecho estos tapices florales, donde con letras vegetales el poema gigante de la fe de un pueblo, se convierte en un lirismo casi místico. La fabulosa India fue la madre de las alfombras y tapices. En tiempo del poeta Homero eran de elevadísimo precio, porque Homero era un poeta que hablaba de doncellas que guardan manzanas de oro . Con hebras de seda o lana e hilos de oro y de plata se iban tejiendo cuadros, blasones, estampas y paisajes al confeccionar tapices. Servían luego de adorno o paramento sobre las paredes de los palacios. Colgados de los muros de la iglesia formaban parte de su decoración. Bayeux, Arras y Bruselas tuvieron famosas tapicerías. En España Carlos III fundó una en Madrid, Turín, Tournay, Nottighan y Taifereg hacían famosas obras de arte. Pero ninguna de estas ciudades se ha sentido artista en masa como esta Villa de La Orotava donde chicos y grandes son confeccionadores de tapices. Su hilo de oro es la ilusión, el fervor religioso. Brezo picado, cernido o torrefactado y muchos pétalos de flores con sus materiales. Materiales frágiles y delicados, efímeros como estas obras sin igual en el Mundo, que solo duran un día o unas horas. Pero tiene la trascendencia de hacer vibrar a todo el Valle y de envolverlo en un ambiente de inefable fe. Y esto es lo mejor de las alfombras: el perfume de fe cristiana con que deja embalsamado a todo el pueblo. En el antiguo Egipto, sobre todo en Heliópolis, era la alfombra el más preciado adorno, pero tan solo de palacios y de templos. En La Orotava, toda la Villa es templo y cada casa y cada corazón es un palacio donde habita Cristo con su santa gracia. La policromía y galanura suntuosa de los tejidos orientales son aventajadas en delicadeza por estos trenzados de pétalos y estos hilos de esmeralda vegetal, de rubíes y azabaches.
La Casa de los Monteverde fue la iniciadora de este arte singular en 1846. Doña María Tersa Monteverde y Bethencourt y Doña Pilar Monteverde y del Castillo crearon la primera alfombra de flores. El anecdótico Valladares fue el inventor de los “corridos”. Don Felipe Machado y Benítez de Lugo fue el afamado artista autor de los primeros tapices en la plaza del Ayuntamiento a la Divina Majestad. Su tradición de arte y aristocrática finura aún perduran en la Villa. Y esta fina espiritualidad es la mejor ejecutoria de este hidalgo y linajudo pueblo y de todo el Valle de La Orotava.
La riada humana que se ha concentrado en esta Villa, un poco pasmada, pausadamente ha empezado a recorrer las calles pinas en un ansia expectante de arte y religiosidad. Es un lento caminar, un río humano que fluye por las aceras para ver tranquilamente las alfombras. Así van caballeros, señoras, jóvenes y niños. En estos años de agitación febril  dinamismo y lucha, ver un pueblo que camina despistado por su eterno solar, produce un efecto inmenso. La riada humana hormiguea por las calles contemplando los tapices, los admira, algunos los fotografían, y luego elevan los ojos a lo alto y se quedan un momento pensativo. Esas escenas eucarísticas estampadas sobre el pavimento de las calles dejan un rastro de inefable dulzor en el alma. Ha salido la procesión. Avanza sobre el alfombrado la custodia de plata y sobre ella Cristo Hostia. Jesús ha dejado el hondo silencio del Sagrario y ha salido en su trono al esplendor de las calles para recrearse y vez esta confesión de fe. El Santísimo ha llegado a la plaza del Ayuntamiento. Un valiosos Tapiz alfombra todo el rectángulo pavimentado. En cada Balcón y en cada azotea se arraciman y aprietan los seres humanos. La riada humana que hormigueaba por las calles se ha concentrado en la plaza. La fachada del Ayuntamiento es un ascua de luces encendidas. La “Schola Cantorum” ha entonado el “Tantum Ergo”... 
Todo está en perfecto silencio. Silencio que me enmarca el recuerdo de dos alfombristas artistas y amigos que nos han dejado para siempre; el impresionista del arte con el material volcánico José González Alonso, y el entusiasta del arte floral proveniente del mayordomo Valladares, Jesús Ruiz Hernández.

BRUNO JUAN ALVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL

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