lunes, 31 de julio de 2017

DON MIGUEL MONASTERIO AFONSO



Quien no recuerda a este hombre alto y grueso (un Goliat) que siempre estaba en el Hospital de la Santísima Trinidad en la calle de San Francisco de La Villa de La Orotava. Don Miguel Monasterio Afonso era un gran hombre campechano que conocí desde mi infancia y juventud. Un día cuando estudiaba Preu en el Instituto de San Agustín de La Laguna, me mandó a buscar a casa para que les diese clases particulares a sus hijos. Muchas horas de trabajos realicé en su propia casa; Miguelo, Santi, Leo, Felipe y Tere me tenían horas trabajando para ellos. Esto me ayudó a soportar gastos superfluos como estudiante, puesto que entonces ya era huérfano de padre y mi situación económica no era muy buena. En muchas ocasiones tuve que ir al Hospital de la Santísima Trinidad a darle clase a su hijo Miguelo, puesto que primero lo tenía arrestado y después lo colocó de portero en dicho establecimiento. Recuerdo que cuando no me hacía caso, en varias ocasiones, en una sala del claustro en el patio frente a la portada de entrada, tenía que llamar a su padre, para que me echara una mano en la disciplina, el impacto era tan fuerte que me sorprendía como castigaba a su progenitor.
Don Miguel Monasterio, era santacrucero – Chicharrero, trabajó de cobrador en las desaparecidas guaguas urbanas (azul marino) de la capital, entonces eran del Cabildo Insular de Tenerife. Tuvo un accidente laboral, y para rehabilitarse del mismo fue destinado como interno al Hospital de La Santísima Trinidad de La Orotava (regentado por el Cabildo Insular). Allí se quedó para siempre, primero lo dejaron como conserje, después de administrador, allí conoció a la que iba a ser compañera sentimental de su vida Regina, se casaron y se fueron a vivir a la zona del Quiquirá. Como ella era una experta en el calado canario, montaron una gran empresa bazar en Los Poyos, la cual funcionó hasta su fallecimiento.
Don Miguel Monasterio, me tenía mucho aprecio, yo también le apreciaba de todo corazón, compartimos paragua junto en el Estadio Los Cuartos en partidos de fútbol del UD. Orotava, en época de lluvia. Y era para mí uno de los mejores y más firme colaborador de La Romería de San Isidro y de la feria del Ganado en el Quiquirá en la Villa. Su temperamento y característica personal y organizativa con mucho corazón hacía de la Romería de San Isidro un verdadero caudal de un desfile típico de digna admiración.
El juez y magistrado; DON JOSÉ LUIS SÁNCHEZ PARODI, en su último libro “ANTES DE QUE SE ACABE EL TIEMPO DE ESCRIBIR”  expone un perfil don Miguel Monasterio, que conoció cuando ejercía de juez del distrito de la Villa de La Orotava: “…Acaso, lejos de La Orotava nadie sepa quién es esta persona que hoy aflora a las letras de imprenta de este periódico. Pero estoy seguro de que aún su figura incide popularmente en la memoria de muchos ciudadanos de la Villa, ya viviente en los lejanos años en que yo ejercía mis funciones judiciales en aquel partido.
Toda mi niñez, toda aquella memoria que yo conservaba de lo leí­do en esa edad, refulgía de repente, esplendente y clara, de cuando con pocos años leí el libro que contenía la fantasía de Los viajes de Gulliver, en el que la feliz imaginación de su autor describía el país de Liliput, donde moraban 10s enanitos, por la poca estatura de sus habitantes, y también el otro país, donde, por contraste de la vena creativa de Mister Gulliver, sus habitantes tenían una estatura descomunal, los gigantes, como aquel Goliat que siglos antes había relatado la Biblia.
Porque este Miguel -barro me llamo, aunque Miguel me llame, había poetizado un hombre cristiano y luego comunista, apellidado Hernández- era un hombrón de altura desmesurada, al menos para mí, bajito, no digo que liliputiense, pero de no mucha altura, de acuerdo con la estatura del hombre-medio español de aquellas estadísticas oficiales.
En los ratos, me dejaba ocio para fantasear y yo lo entreveía como un escapado del país de los gigantes, que había irrumpido en La Oro­tava, de manera mágica, fugado -con sus manazas, sus largas piernas y su voz estridente- de las propias invenciones del novelista, hasta hacerse carne y realidad en las propias entrañas de la vida.
Cuando llegué a La Orotava, era prácticamente un inquilino del minúsculo Hospital allí existente, donde, ya curado, continuaba en esa
Situación de enfermo conviviendo en el Centro de Salud, ignorando yo las razones que para ello tenía y que, indudablemente, serían justas.
Lo veía por las calles, paseando lentamente bajo el techo protector de la panza de burro, y creía que vagaba desnortado, sin rumbo fijo, cuando en realidad, como después supe, era un caminar productivo, pues Miguel no era hombre para vivir del cuento.
Un día presentó en mi Juzgado una denuncia un farmacéutico que le acusaba de intrusismo, ya que se dedicaba a la venta de penicilina, muy de moda entonces y algo difícil de conseguir, porque en España no había entrado con la profusión necesaria el mágico producto des­cubierto por el doctor Fleming. Y Miguel la vendía más barata que en la farmacia, una auténtica competencia, que el fiscal nunca consideró delictiva.
Nunca supe cuál fue el origen de esa penicilina. Posiblemente Mi­guel, popular y conocedor de muchas personas, la adquiriera en Santa Cruz, traída en lanchas rápidas por esa cadena secreta de negocios que da origen al cambullón de todos los puertos. Pero Miguel, trabajador y buscavida, tentaba a la suerte en la que ciegamente creía. Fue inspector o cobrador de guaguas, en las que no sé cómo cabía. Jugaba a la lote­ría de los ciegos según el instinto del día, pues lo mismo rechazaba al lazarillo de padre ciego, sin comprarle nada, que le pagaba todos los cupones que le guardasen, porque aquel día tenía el presentimiento de que sería fasto.
Charlatán de las esquinas, hablaba con todo el mundo, y de todo.
Más jovial, cada vez que iba hacia la edad madura, yo tenía la impre­sión que cada vez estaba más alto y que crecía y crecía, como un chaval adolescente.
Hasta que encontró su sitio. Creo que, ya casado, abrió un es­tablecimiento de calados y bordados típicos de la comarca, donde pasaban las guaguas de turistas, con cuyos conductores seguro estoy que enseguida llegaría a un acuerdo. Y aquel hombre pudo al fin tener una posición desahogada, acaso redondeado con unas ganancias en la lotería.
Murió aquel Miguelón y su cuerpo fue enterrado en un ataúd descomunal. ¿Por dónde andará ahora este Miguel orotavense, aunque no de cuna? ¿Habrá retornado al país que Gulliver descubriera en su portentosa imaginación? No lo sé. A mí todavía me parece verlo ca­minando por las calles de la Villa, hablando en alta voz con unos y con otros y haciendo por "la vía". Como dicen en Cádiz, los flamencos…”
El amigo de la Villa de La Orotava; CASIANO GARCÍA TORRÉNS, remitió entonces (21/03/2014) estas notas: “…Don Miguel Monasterio Afonso, era natural del santacrucero barrio de los Llanos donde se le conocía por Pancho el Bruto, debido a su descomunal envergadura. Como interno en el Hospital de la Santísima Trinidad de la Orotava, fue ganándose el respeto y confianza de los responsables del Centro, llegando a ser administrador de los hospitales de la Orotava, Puerto de la Cruz y Garachico, así como del Refugio de Altavista. También fue cronista deportivo en sus años mozos.
El Ayuntamiento villero le concedió una medalla como reconocimiento a su trayectoria laboral. Durante los duros años de la escasez, fue punto obligado para conseguir penicilina procedente del cambullón. Todo un personaje del siglo veinte villero…”

BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL

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