martes, 29 de agosto de 2017

CASA “LA MEREJA”, EN EL RECUERDO



Fotografía tomada en la entrada del recordado Merendero “La Mereja”. Muchas caras conocidas: Primero por la izquierda Luis Portero. Los tres últimos por la derecha; Paco Rodríguez (“El Chorizo” conocido por fabricar las cajas de los muertos, con sus toques de martillos, clavándoles las tachas, entonaciones que se oían por toda la Villa Arriba), Tomasito “El de Llano” y Lorenzo Portero.
Sentado en el centro Agustín “El Gigante” (barbero y timplísta), le acompañan por la derecha Reinaldo y Lalo (Tapizador, músico).
El primero de la izquierda sentado; Ángel Díaz y el que está de pie a su espalda Francisco

En la vieja Calle “Los Tostones”, (actual León) de la Villa de La Orotava, subiendo por la izquierda, estaba ubicado el famoso Merendero que en el tiempo se le conocía por La casa de “La Mereja”, sufriendo una metamorfosis  por la cual se convirtió en restaurante. La dueña se le conocía por doña Hermenegilda, una mujer campechana de la Villa, que dio todo por hacer famoso su Merendero en lo bajo de su vivienda, y por aguantar a tantos parranderos y demás, hasta alta horas de la madrugada.
Siempre que subía a la Villa Arriba, pasaba por La Casa de “La Mereja”, me llamaba la atención una cortina de color blanco que estaba en la puerta de la entrada principal, que con las corrientes de aire, casi siempre volaba hacia la calle. Por ella se veían a los clientes tomándose sus vasos de vinos y sus conversaciones tertulianas, como hombres del pueblo. Hablo de mi infancia, ya en mi juventud, solo pernocté el lugar con el grupo de teatro aficionado “La Palestra”, después de un ensayo en el viejo Liceo Taoro, me llevaron a jugar una partida de pericón.
El recordado Magistrado – juez, don JOSÉ LUIS SÁNCHEZ PARODI, que durante años ejerció como juez titular de La Villa de La Orotava, escribe primero en su tradicional entonces artículos en el matutino tinerfeño El Día, y después asentado en su libro “ANTES DE QUE ACABE EL TIEMPO DE ESCRIBIR”, en las páginas 92, 93, y 94 dedica un importante articulo al revivir del que fue famoso Merendero de la Villa La Casa de “La Mereja”: “…Todo el tiempo que fui juez de Instrucción de La Orotava, viví en una calle llamada León, cuyo nombre desconozco a qué es debido, como tan desconocido es asimismo el sobrenombre por el que se la identifica, que es el de la calle de los Tostones.
Es una calle céntrica, próxima al ayuntamiento. Larga en eleva­da cuesta, riente y alegre, en la que vivían, cercanas a nuestro hogar,
. ':Unas familias de dos matrimonios, uno, rapador, el padre, más que peluquero, partícipe como magnífico maestro del timple, que tantas noches, de madrugada, regresaba a su casa, cargado como un chuzo, después de haber asistido a una ''batucada'', como dicen los brasileños. Y como estaba cerrada su casa cuando llegaba, ante la soledad y el si­lencio de la noche, se oían lastimeras llamadas pidiendo que le abriera su mujer. iÁbreme, Lorenza, que ya estoy aquí! Y Lorenza, muerta de trabajar todo el día, atendiendo a su numerosa prole, todas mujeres, y entremedio un solo varón, interrumpido su sueño, abría.
Abría, como un sacrificio más que la mujer canaria realizaba, como una carga más, ante el marido que regresaba de su largo ten­derete en el que había participado como un fenomenal maestro en el arte de tocar el timpIe.
En la parte baja de la calle donde yo vivía era en donde descansaba la alegría, las travesuras de los chicos, la vida en su forma más pintores­ca. Un poco más abajo de mi vivienda, y en la acera de enfrente, había un pequeño establecimiento. No tengo conocimiento para enclavarlo en su auténtica función.
No era un figón, ni una venta en la que Don Quijote pasara, con presencia nutrida de arrieros, la noche de su salida a deshacer entuertos. Ni mucho menos un bar, un restaurante, que ni por la rusti­cidad de su aspecto pudiera aspirar a tan elevada calificación. Más bien era un guachinche de paso, una escueta venta para descansar momen­táneamente, para empezar a escalar aquella pronunciada cuesta que a mí me parecía algo humorísticamente exagerado, como la ascensión que por aquellos tiempos efectuaron Hillary y su sherpa Tensing, en el lejano Himalaya. Cuesta que nunca logré subir de un tirón y por eso muestro mi andaluz innato en la desmesura de la apreciación.
Con sus cuatro o cinco mesas repartidas y un mostrador propio de una modestia característica, el lugar era presidido por una mujer como de unos cuarenta años, mujerona un día, que conservaba un rostro agraciado, un dinamismo manifiesto y una capacidad de tra­bajo resaltable, por lo que se veía que era el alma del negocio. La que figuraba en el toma y-daca que llevaba sobre sí todo el trabajo de la venta -así, diremos lo más acertadamente en la calificación exacta de los vecinos- con alguna ayuda de sus hijas pequeñas, por cuanto el marido, que retornaba de Venezuela, apenas si se relacionaba con las tareas a la que se dedicaba su mujer.
Era popular, simpática, en su proteica imagen de ama de casa multiplicada en su trabajo del hogar y en sus funciones comerciales de dar de beber al sediento, aunque no del agua orotavense, sino del vino -blanco o tinto- que sus pocos, pero habituales, clientes trasegaban con el mayor entusiasmo.
"La Mereja" la llamaba todos, hasta el punto de que, muerta ya, la tradición familiar y la unanimidad del pueblo así designa el esta­blecimiento. Era, como digo, el alma. Lista, hábil, incansable, alta, en aquel rinconcito de aquella difícil calle podíamos señalar que la mayor actividad de su trabajo se desarrollaba cuando la noche había comenzado.
Era un local de recogida. De aquellos hombres que en el argot de los bebedores se dice que habitualmente hacen un recorrido vespertino próximo al anochecer, en interminables tertulias en las que se rinde tributo a Baca. Y como algunos tenían su vivienda en la zona en que yo residía, entonces se animaba aquel local de recogida, con lo que la noche se alborotaba con los vasos de vino, las discusiones alocadas, las altas y pacíficas voces de los que discutían. Y la calle -el trozo de mi calle- parecía, en la silente Villa, un inacabable concierto interpretado sin la menor coordinación por una imposible orquesta báquica, en la que cada uno iba por su lado, como un coro desabrido y desafinado, que no nos dejaba dormir hasta que, ya cansados, se marchaban. Y "La Mereja" -que pienso si se llamaba Hermenegilda-, ordenada y limpia, iba recogiendo las mesas, apagando luces, en esa noria humana que era la vida para ella y en la que repetiría el día, los días, para seguir adelante, sacando a los suyos de la pobreza y el desamparo.
Un día que ignoro -a mí ya nada me quedaba en La Orotava, sólo mis recuerdos- falleció. Y sus hijas siguieron el negocio, que con razón y orgullo se sigue llamando "La casa de La Mereja".
Es un entrañable recuerdo familiar y un reconocimiento sentido de la Villa…”

BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL



No hay comentarios:

Publicar un comentario