domingo, 18 de marzo de 2018

LA BIBLIOTECA DEL VIZCONDE


El amigo de la infancia en la Calle El Calvario de La Villa de La Orotava; JUAN DEL CASTILLO Y LEÓN, remitió entonces estas notas que tituló; “LA BIBLIOTECA DEL VIZCONDE”.
Publicadas en el DIARIO DE AVISOS (SANTA CRUZ DE TENERIFE), el día 21 de Mayo del 2009: “…La última semana de abril 2009 asistí, en La Orotava, a un emotivo acto: poner el nombre de Fernando del Hoyo y Laura Salazar a la Biblioteca Municipal. El acuerdo se había adoptado treinta años antes, en los albores de la Transición, con el primer alcalde de la democracia, presente en la sala, Francisco Sánchez, junto a su hijo Marcos, también ya competente letrado. Y en 1982, fueron nominados Hijos Predilectos de la Villa. Abrió la velada el plebiscitario alcalde Isaac Valencia, que, en sentidas palabras, glosó la personalidad y el legado de los mecenas. Glosa salpicada de recuerdos de la niñez: a don Fernando, vecino y amigo, lo veía deteniéndose, con frecuencia, en el afamado taller de su padre, un carpintero de quien aprendían los arquitectos -lo último es de mi cosecha- ; y a doña Laura la evocó entrando en La Concepción, camino de su reclinatorio, cubriéndole la carrera, desde la puerta, muchos feligreses atraídos por el cariño que despertaba. Y cerró "el bautizo", en nombre de la familia, el sobrino del vizconde, Fernando José del Hoyo, su albacea y heredero de las colecciones y casona, en la antigua calle Real del Agua. Tras citar algunos títulos de este tesoro bibliográfico, agradeció a la corporación que se materializara el acuerdo. Fernando hablaba seguro, diáfano, exultante. Acaso porque le arropaban los otros dos integrantes del triunvirato "Los Amigos de los Lunes": Saturio Fuentes, farmacéutico de lujo, y Felipe Machado, caballeroso jurista. Entre el auditorio, destacaban familiares y amigos de los homenajeados. Entre los primeros, sus sobrinos María y Luisa del Hoyo, Manuel de Lorenzo-Cáceres y Esteban Salazar; entre los segundos, visualizo a los hermanos Melchor y Juan de Zárate, Antonio Luque, Carlos y Pedro Ascanio... Broche de oro fue el descubrimiento de la lápida por el alcalde y el sobrino, también caballero de la Orden de Malta como el tío. Por cierto, como fue comentario general, en una semioculta pared del zaguán. ¿Para eso tardaron tanto? Su sitio es en la fachada, junto a la existente y como ésta de piedra. Como la que descubrimos, en enero, en la fachada por supuesto, del primitivo colegio de San Isidro.
Fernando del Hoyo y Machado (La Orotava, 1900-Madrid, 1978) era VII vizconde del Buen Paso desde que tenía 22 años y VII marqués de la Villa de San Andrés. Por lo primero, al serlo tan jovencito, se le conocía, popularmente, por el vizconde. Licenciado en Derecho por la Universidad de La Laguna y doctor por la Universidad Central, con una tesis de Penal: "La tentativa del delito". Fue celoso alcalde (1938-1941) -sorteando, con tacto, al sanguinario poncio Orbaneja, protagonista reciente de un corredor- y consejero del Cabildo. Desempeñó la presidencia de la FAST (1937-1958), a cuyo término fue recompensado con la Encomienda de la Orden del Mérito Agrícola. Había contraído matrimonio, en La Laguna, en 1931, con Laura Salazar y Benítez de Lugo (La Orotava, 1906-Santa Cruz de Tenerife, 1999), X condesa del Valle de Salazar. Estudió ésta en uno de los más elitistas colegios madrileños de la época, caracterizándola una bondad casi beatífica y una cultura superior a las féminas de entonces. Con la venia del sobrino, no solo leía novelas de Corín Tellado: daba interesantes charlas en Acción Católica Femenina, sobre temas religiosos, en especial sobre las encíclicas de Pío XII.
Quiero adobar la pesadez de los currículos, echando algo de pimienta, a través de mis vivencias sobre ambos personajes. Recuerdo que un día, de los cincuenta, llegó a casa un presente de don Fernando empaquetado con un bonito papel de regalo y una etiqueta de la reputada joyería Claveríe, de la santacrucera plaza de Candelaria. Dentro portaba la mejor bandeja de plata que tenemos. Pienso era una atención a mi padre en agradecimiento a haberle taponado, en su casa, donde permaneció en cama por una severa hemorragia nasal. Volviendo a la céntrica tienda, la atendía, con primor, Mercedes Claveríe. Eran tiempos de bonanza para el plátano y allí "la gente conocida" de la Villa compraba sus compromisos y caprichos. Por supuesto, solo de la mejor calidad: plata de ley de 999 milésimas, cristal de Bohemia o porcelana de Limoges. Cierto día, Mercedes le dijo a una buena cliente orotavense que tenía una cubertería de Meneses -fábrica y establecimiento en la madrileña glorieta de Canalejas que cerraron hace unos años- a buen precio. A lo que, contestó airada la dama: "No por Dios, eso no es plata pura sino una aleación; déjala para los nuevos ricos del chicharro". Otro recuerdo de don Fernando. Me encontraba yo, en la terraza del bar Parada, tomando café con un célebre farmacéutico de la época. Don Fernando bajaba por la otra acera, camino del Sindicato, adonde solía acudir muchas tardes. Sobresalía en su indumentaria el sombrero ladeado, con el ala por delante baja, casi tapándole los ojos. Cuando llegó a la altura nuestra, me dijo el irónico boticario: "Ahí va, ahí va el vizconde del tropezón.
Pasó el tiempo y Laura, ya viuda, en su casa de la Rambla santacrucera, nos convidó a almorzar al entonces senador Isidoro Sánchez y a mí. El motivo era la publicación, en octubre de 1988 quiero recordar, de una biografía sobre su tío Esteban, el IX conde, escrita por Isidoro, que en la actualidad es ingeniero de Montes jubilado voluntario como yo. Pero dudo mucho que se haya jubilado de la política. El más importante de la popular saga de los Sánchez es como los militares: dan un paso atrás para luego dar dos al frente. Volviendo al ágape, a la sobremesa nos dejó el güisqui para que nos sirviéramos a discreción, y se puso a dar paseítos por la espaciosa estancia, mientras se fumaba varios pitillos. Me recordó a su madre, doña Josefina Benítez de Lugo, de la que decían sus parientes villeros que era "una monada". Al despedirnos, nos obsequió con un par de cerilleras en las que destacaba la corona y el título en dorado. Como soy un fetichista las conservo en la mesilla de noche. Por supuesto, son de color azul y no rojo, como el de la placa que comentamos ya. Ahora caigo que en lugares sagrados como el Cementerio y el Velatorio hay otras dos igualitas. ¿Quién es el/la zafio? Seguro que Isaac no... Días después del condumio en la casa de Laura, en el Salón Noble del Ayuntamiento, entre los dos presentamos el libro. Laura pronunció un bien hilvanado discurso que fue muy celebrado.
El legado del vizconde es el más importante fondo con que cuenta la Biblioteca Municipal. Compuesto de 30.000 volúmenes, aproximadamente, fue reunido por él tras largos años de dedicación, partiendo de los fondos de su abuelo, el polifacético artista don Felipe Machado y las valiosas aportaciones de su esposa. Comprende, aparte de las perlas bibliográficas citadas en la velada, un ejemplar de la edición príncipe de la Historia de Nuestra Señora de Candelaria, del dominico alcalaíno Fray Alonso de Espinosa. Publicada en Sevilla en 1594, es el segundo libro impreso en Canarias: el primero fue el del inglés Thomas Nichols.
El VII vizconde del Buen Paso se asocia a otro anterior, célebre, legendario, novelesco, el I de dicho nombre nobiliario: Cristóbal del Hoyo-Solórzano y Sotomayor (Tazacorte, 1677-La Laguna, 1762), "un canario de agudo ingenio, gracia inimitable e indómita osadía". Vestía singular atuendo que mucho dio que hablar en Aguere: peluca de granos de arroz que encargó a París, medias rosas con destellos plateados y zapatos de terciopelo negro. Fernando José, que algo del festivo antepasado corre por sus venas, para mantener viva tan insólita memoria bautizó con el nombre de Cristóbal a uno de sus hijos.
Volviendo a don Fernando, nuestro vizconde, tenía porte hierático, empaque de círculo cerrado, enfundado siempre en su jerarquía. Distinto y distante para la calle y hasta para sus allegados. Solo su sobrina Margarita -que nos dejó recientemente- rompía, con su dulzura y alegría, aquella barrera infranqueable. Caballero de la ilustración, lector empedernido, su timidez y modestia, como ocurre con no pocos enamorados, le impedían exteriorizar sus sentimientos por la Villa. Amaba a los libros como lo mejor del patrimonio. Y por eso, los legó a sus paisanos…”

BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL

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